Y cómo si la luz
semblante en llamas
de la noche eterna
fluye un momento equivocada,
esgrime
el alto fuego en que se quema
y muere
como un cuerpo más que va a la tierra.
Así se engaña el hombre,
por durarse,
porque no se acabe el átomo que mueve
y por donde se vive en pétalos que el viento
de la muerte esparce un día
sobre un orbe de noche permanente.
Así se engaña y siembra
los cristales
de sus sueños
como una miel sensual
dorada
espesa
que resista los límites del tiempo.
Levanta muros sólidos.
Inventa
soles
y en la copa invertida de la sombra
abre el abanico de su voz y canta
para sentirse libre
fuerte
defendido.
Se engaña.
Tira anzuelos de revés,
los tira al aire
y hacia arriba.
Pesca sueños.
Hasta que le resbala el alma
alguna tarde
y cae
y suma
su pez de polvo al mar del universo.
Se miraban...
Se miraban.
Qué esfera de vigilia donde mirarse quietos,
sintiéndose la sangre como por dos afluentes
de una vena increíble.
Primero se miraban y se miraban solos,
el peso de los sueños, la hechura de la vida,
la voz de únicamente llamarse por sus nombres,
el gesto ineludible de mirarse tan hondo,
tan hondo, hasta el origen. Acaso se sabían
desde antes
y por eso....
Pero ellos se miraban como si bebiesen
un agua muy, muy dulce, y la bebiesen solos
o a nadie le pudiera saber tan dulcemente
y por eso mirarse de ese modo tan suyo,
perdidos en sí mismos, mirándose insaciables,
porque así se ayudaban a crecer. Se querían.
Por eso se miraban.
Por eso se miraron después ampliando el círculo
de luz al infinito.
Y en todo se miraban después, reconociéndose.
Y no había otra forma de vivir. La vida era
un gran deber de amarse.
Queriéndose podían
construir el horizonte,
¡iluminar el mundo!
Carta a parís sin luto y con tristeza
¿lloverá en parís querido?
¿lloverá en tu barrio
en tu ventana?
el fuelle
tuyo
llueve
o rezonga recordan-
do buenos
aires
se desangra y tu país
por cada poro
llueve
o llora también
américa
sobre
una
inmensa
tumba el pueblo
vela un hombre
que no ha muerto
que nunca
podrá
morir
de otra manera
que en su plateada
barba
o en sus huesos
Amo los navíos…
A Aldo
Amo los navíos de la noche.
Allí mis sueños, pájaros dormidos
y tu nombre en vela,
tu nombre,
estambre del silencio,
lámpara,
marea.
Olas que sangran peces dorados,
estallidos del mar,
campanas del otoño.
Y yo en mi cuarto, ahora,
sola,
desvelada,
estrenando ausencias
viejas,
aplicada como un niño
a los deberes del recuerdo.
Y el miedo,
el miedo a este cuerpo,
escamas nuevas
y tanto en vida derramada
desparramada,
tanto atrás en los olvidos,
tanto adelante en vida que inauguro
con tu nombre estandarte
y con tus besos.
Y amo los navíos de la noche
que convocan nuestros cuerpos enlazados
navegantes del amor
en mar abierto.
Amo amarte así, en viaje,
a la deriva del tiempo,
sin regreso.
Cuatro letras para una soledad
A Hugo Francisco Rivella
Lluvia en la ciudad, naufragio de palomas
y una Malena de mirada rubia,
solitaria,
sin Gardel y sin sueños.
. Solitaria,
llorando en un portal desnudo su destiempo,
su tapado de armiño
apolillado.
Anochecida,
se le ha muerto en la garganta una calandria,
y no sabe
si las sombras son de adentro o de esa esquina
sin guitarras,
sin fueyes convocantes,
si es cuchillo en su sangre la nostalgia.
y la lluvia una forma de llorarla.
En qué que esquina perdió la primavera,
su costumbre de sueños,
de boliches
y de tangos?
Donde quedó su luna desvelada
su estrella matutina,
su voz de sombra y pena
y su calandria?
Pero siente,
desde su soledad ella siente que le faltan
cuatro letras que como cuatro lágrimas,
en su fueye corazón vibran y sangran.
Escribiré tu nombre…
A Julio Carabelli
Escribiré tu nombre en el silencio
y el silencio vibrará con voz de tango.
Y será entonces tu voz la que retorna
en columpio de estrellas a cantarnos.
Escribiré tu nombre en el silencio
y harán silencio a tu voz todos los pájaros.
Y de todos los barrios
las guitarras y fueyes trasnochados
arpegiarán tu voz y su milagro.
Escribiré tu nombré
Carlos
Zorzal
Gardel
en el silencio
Y el silencio vibrará con voz de tango!
Tú ya no eres tú
Pero en este cuerpo escondes
tu pasado, tu atrás,
los largos días que no vuelven.
Allí la sombra mora,
los recuerdos de otros cuerpos,
las búsquedas, los signos
de haber estado en sitios que no sabes
en qué mapas buscar,
o en qué estrellas
que ya no brillan más.
Tú ya no eres tú,
no la que habita este cuerpo,
esta presencia viva en el espejo,
que sonríe, como si ignorara
la tristeza infinita
de haberse extraviado en el camino.
MUDANZAS
Del tacto
¡Qué fácil es!
Se empieza tocando el mundo con asombro
de sentir en la piel las cosas vivas.
Antes del primer grito,
está esa palabra muda, estremecida, de la piel,
por donde comenzamos a vivirnos.
Qué mariposa el aire en los sentidos
tan suave y tan total, tan dulcemente
ajeno y nuestro. Despertamos
con la conciencia alerta a los volúmenes,
a la delicada forma del espacio
y su contorno puro.
Desde el ojo también, desde sus dedos suaves
que acarician la luz como palpándola,
el ecuador ceñido de las cosas,
la sangre poro adentro de otros seres.
Después, un día, toda de boca ávida la piel,
de beso, se hace inmensa
y crece hacia otra piel para vivirse
y no morir.
¡Qué ríos por la sangre
tocándole al amor el ancho cuerpo,
la llama de durar,
la plenitud, el ángel!
Y todo es descubrir,
tocarle el peso a la emoción,
la telaraña al universo.
La rosa, el agua, la madera, el aire....
y el amor.
¡El mundo de la piel también en pétalos!
De los ojos
¡Cómo cambié en los ojos!
No en la mirada, no.
En la manera de mirar.
En la pupila alerta.
En esa luz que sale a abrir el mundo
y por el color sabe la rosa, el mar,
unos cabellos,
el tono del amor desde otros ojos.
Lo que miraba ayer, de tan distinto,
me duele en los ojos, hoy,
en lo que nunca
recobrará colores, formas. gestos,
ni recuerdos podrá, porque las cosas,
descubiertas recién por la mirada,
le burlarán al sueño lo que eran.
Sin embargo, ahora, a veces,
puedo ver el mundo, sin mirarlo,
cuando me vuelvo al alma
y desde una lágrima...
Como si todo, niño solo, espiga, tierra, grito,
corazón con harapos,
el odio o el amor, la sed, la paz, el hambre,
-este duro aprendizaje de la vida-
me hubieran quedado adentro para siempre
y desde un reloj inmenso me apremiaran.
Del oído
También cambié el oír.
Sé que solía
quedar, a veces, afuera de las cosas,
apenas en la orilla del sonido,
metida en mí,
toda de sueños, sustraída.
Sé que escuchaba
lo que llevaba adentro, nomás, o me afirmaba.
Cuánto grito o gemido a mi costado,
tal vez,
y yo sorda y sin respuestas,
oyendo a mis fantasmas,
abstraída.
Pero después, un llanto de niño, alguna tarde,
el desamparo
en una voz,
una palabra
más triste que toda la tristeza,
me entraron al oír soltando todas
las respuestas del alma, solidarias,
las del amor, enteras.
Ahora tengo
en vigilia el amor,
en vigilia el oído y hacia afuera,
hacia donde el aire es llamado,
es voz que clama,
es queja.
Ahora, constante, escucho,
todo el dolor profundo de la tierra.
De la voz
Y mudé en la voz.
En aquel grito primero
con que encendió la vida mi garganta.
La voz, después, puro exigencia
y llanto sin dolor que usé en la infancia.
Más tarde fue el gritar para sentirse
dueño de tiempo y mundo,
porque mundo y tiempo eran caminos
abiertos, promesas,
comienzo todo, primicia, sueños, alba.
Recuerdo el primer llanto verdadero,
el profundo silencio de esa lágrima.
Y aquel grito total en las raíces
del amor,
cuando salí a compartir la vida, a darme,
a darla.
Tengo ese grito adentro todavía.
Es, será el único inmutable en mi garganta.
Es más tenue hoy mi voz, más voz de adentro,
más voz de amor, madura voz del alma.
....Y he de gritar, lo sé, algún día, un grito inmenso,
-rebelión de morir-
con la última obstinada voz de mi mudanza.
Niños en la plaza
Qué fiesta de palomas
porque los niños juegan en la plaza
y le arrojan al sol
como pequeñas piedras o granos de pimienta
las hebras de su risa.
Ese árbol no sabía. Pero ahora,
dichoso,
les hamaca las alas como si fueran pájaros
o ramitas recientes
que en el aire se agitan.
Ese árbol sube y baja los balcones del viento
con su carga de abejas alborotadoras,
cabecitas en vuelo por la tarde tranquila.
Pero el mar no sabía
-ni sabían sus barcos-
de este pequeño mar y esta playa pequeña,
con sus peces dorados
y sus marineritos de fiesta y de domingo,
aprendiéndole al agua la piel
radiante y suave,
y a la arena,
el sueño de ser roca,
montaña,
castillo jubiloso,
o simplemente arena, juguetito menudo,
alegría.
Pero nadie sabía que aquella plaza era
una campana, un gesto
de amor,
¡casi una patria
para todos los niños de la tierra!
Niños en el río
Pero ahora el río corre como un júbilo
y levemente estalla los radiantes rizos
de sol,
las laderas
de esos pequeños cuerpos gritadores,
su alborozo,
la vida que crece en risas y se dice a sí misma
entera, sin orillas, como un pomo redonda.
¡Qué jolgorio el del aire alrededor y pájaros
confundidos,
picoteándolo,
-aire en risa o flor- beben sedientos,
mientras por dentro de les enciende el trino.
Qué ámbito de claridades.
Qué pasmo
de colores y formas,
de perfumes,
donde el día se acuesta
o se desnuda y canta
alrededor de los pequeños cuerpos peleadores
contra el agua llena de bocas y de besos.
Se le ve la cuna al río.
Se le ve la madre y el abrazo.
Mientras los niños juegan su alegría
y el tiempo se detiene a contemplarlos.
Tercera carta
Andar contigo era andar de cómplice
arañándole a la sombra las abejas
de luz, los arabescos caprichosos
del color y la luz
en rascacielos.
Andar de buen aire en las caderas
peleadoras,
sintiéndote estallar la sangre
en tangos,
la voz en júbilo
creador,
en ciudad
terca
y desvelada,
bucearle al tango una ciudad entera,
una muchacha
buenos aires, un surtidor
de sueños rezongones
que el pulso del aire te instrumenta.
Era encubrirte el fuelle corajudo,
andar contigo y noche a calle abierta,
a sótanos, contigo,
a irrespetuoso alcohol en jetas
tristes buenos aires
y qué llanto carcajeándole las penas.
Era cobrate el vino de algún beso
con terrazas,
con locura,
con estrellas.
Y qué más,
qué más que ser tu cómplice,
andar contigo de hurto compañera
y un buen día embolsarnos buenos aires
en tu bandoneón caliente hasta que suba
macho mordiéndole las tetas a la noche
muchachamente vieja.
Del libro “Muchacha Buenos Aires” Cartas de amor en poemas”
Cuarta carta
Qué esquinas de esperarte las mañanas
sin un bostezo tuyo en el costado.
Porque la luz empieza en vos,
la pone en órbita
tu ojo
glotón
del sueño
si asomado apenas
le anuda un claro tiento en cada
párpado.
Y tanto amor es yapa, amor,
es yapa
esta ciudad que me ha crecido tanto,
es yapa buenos aires con un río
mazapán en la garganta
y otro río de música
en tus brazos.
Pero amanecida así, sin tu bostezo,
sin tu cuerpo ovillándome los flancos,
sin tu costumbre de alargar la noche
desde un cacho de sueño acorralado,
o tu costumbre de ensanchar el día
abriéndome en el cuerpo
surcos largos.
Amanecida, digo, así,
verticalmente,
con este hueco increíble en el costado,
me pone buenos aires como un puño,
como un ojo de fiebre, un ojo
terco de esperar que vengas
todo de esquinas dóciles el paso.
Del libro “Muchacha Buenos Aires. Cartas de amor en poemas”
Naufragio
Y vi cómo se te quemaba el tiempo.
Lo apretabas
como a un amante entre los brazos rotos,
exprimiéndole el zumo de una hora
que fuera un siglo,
para volver a ser, a estar entre las cosas,
-pequeña carne para el llanto o la alegría,
carne de ceniza y soledad,
de viento y polvo ardientes-.
Y vi el animal herido allá en tus ojos,
el espanto de no ser, la sangre viva
debatiéndose contra la noche imprevisible.
Allí, al borde de esa arena triste
donde los pies desnudos ya no marcan huellas,
al borde de la soledad definitiva,
casi del otro lado de la carne y sus temblores,
de sus queridas agonías cotidianas,
tu flor marchita convocaba
pétalo a pétalo de piel.
Quizá por eso y fugazmente
te ardió de pronto,
lozana,
la espiga de la vida.
Para que te fueras llena de aromas
pensando que nacías.
Después,
como los grandes pinos solitarios,
naufragaste en la noche.
Hubo un silencio largo.
El aire
volvió a ceñir el sitio que ocupabas.
Carta sin adiós y sin olvido
Hubiera querido amarte entre los árboles.
Toda savia el amor.
Nuestros cuerpos y brazos todo ramas.
En el alma luciérnagas,
y pájaros y grillos en la almohada.
En las bocas
cuatro estrellas incendiadas.
Hubiera querido amarte alguna vez entre los árboles.
Nunca decirte adiós, solo
hasta luego, amor
En Buenos Aires siempre, y sin olvido
tu muchacha
no es esa imagen…
no es esa imagen, no,
pesadilla de espejos
y me mira
¿me miro?
¿me miraría así?
como si fuera yo
o fuera quién
que no conozco?
pero la imagen, no,
la imagen es aquella
que en el retrato veo
y que me está mirando
con un rostro de niña
un rostro dulce
que sonríe
como empezando todo
como si no supiera