ARMANDO TEJADA GOMEZ


El bienaventurado

Aquel hombre de enfrente,
simple de corazón,
agonizó sus años
corriendo a tres empleos.
Un día, simplemente,
su simple corazón
le estalló en una esquina
y despertó en el cielo.

Dios, bonachón y antiguo,
le dio la bienvenida, palmeándole y diciendo:
qué cuenta de la vida?

Y aquel hombre de enfrente,
simple de corazón,
se quedó boquiabierto
y preguntó: qué vida?



Escritura en la sangre

Ando con el sol lejos y de paloma herida, en tanto el día náufrago transcurre en la memoria, golpeado por las cosas que mueren despacito detrás de las palabra y demuelen las penas y juntan soledad a manos llenas.

Un aire de sudeste humedece el silencio, pasa y no vuelve, cruza violando las ventanas y agita las polleras de las oficinistas por ausencia de flor sobre los muros y en los fríos despachos donde la muerte suma discretos memorandums, facturas, porcentajes, números temporales como cualquier olvido.

Así, con un regazo de luz a medio luto, camino, reconstruyo el cereal del tiempo, uno por sus mitades la mañana y el río, para que tenga el cielo su debido horizonte y los niños no caigan al sueño sin paisaje.

He asumido este oficio casi sin darme cuenta: soy el que desentierra las cosas perdurables. y es que la ciudad olvida que necesita un duende que ordene la alegría y suelte las abejas y mire, todo un siglo, la antigüedad del pájaro.

(Han omitido el grillo en medio del tumulto, La soledad, sin puertas, vive y muere de espaldas. No advierten el peligro de sus breves prisiones y corren a su prisa sin verse los candados. No sé. Yo no recuerdo cuándo ocurrió el olvido. Nadie puede saberlo: son siglos de olvidarme.)

Algún rey, un remoto señor de aleves ojos, traspapeló el infolio entre el polvo canalla. Después, cuando vinieron los barcos por el río, cuando el hierro entró al viento, cuando creció la sombra del primer cabildante, un día tras del otro, entre mercaderías, entre hombres y relojes, entre tasajo y pan, cuando entre sal y cuero se fundaba el olvido, mi voz bajó a a la tierra junto al encomendero, y el soldado y el loco abuelo Trapalanda: traían las espadas, caballos, herrerías y la palabra siempre y todas las palabras, para hacer un idioma de dura maravilla y construirnos leyendas de asible eternidad.

Es difícil saber en qué memoria vine, cómo me fui cayendo de la copla hacia el aire, qué corazón nombraba la nostalgia por dentro, qué mano inmemorial me escondió la guitarra.

El caso es que una noche me despertó la luna
y descubrí la tierra
y era un país mi sangre.



Descubrimiento de las cosas

De enjuto gris, el Oficial nos dijo:
-Deben desalojar esta vivienda.
Mi madre tapó el llanto con las manos
de pie, sobre el umbral de la pobreza.
Y ya. Y era inmediato. Y muy de prisa.
-El agente se queda de Consigna
para cumplimentar el Lanzamiento.
Pasó del gris al negro, imperturbable
y luego, bostezó en nuestro silencio.

La intemperie es procaz. Saqué la mesa,
con al almuerzo muerto, a la vereda,
las sillas de totora, despintadas,
destotoradas: con el culo afuera.
La intemperie es hipócrita. Oi vecinos
condoliéndose de lejos, reprobando
no se sabía a quién, pero royendo
en nuestra humillación un hueso rancio.

Mi madre ató un colchón, juntó la ropa:
lágrima a lágrima desarmé su cama,
el milico ayudó con el ropero
que fue el que resistió con más agallas.
La pobrecita madre mía
enseres diminutos, cosas viejas,
remanentes del uso de otros días
enmohecidos ya por la tristeza:
una tijera rota, tres botones,
cabos de vela, un candil sin asa,
la sartén de freír nuestra alegría,
la risa muerta de la palangana.
No terminaba nunca de juntar
su vida entre las cosas palpitantes,
la intimidad exigua de esa pieza,
el orden de sus sueños vulnerables,

El sol, aquel solazo del Oeste,
me astillaba alfileres de impaciencia,
el Agente bufaba con bigotes
y el vecindario hervía en la vereda.
-Vamos, madre, está bueno ya, le dije,
deje de revolver las cosas viejas;
para qué sirven, madre? Y ella dijo:
-Para tocar la vida y comprenderla.

Cuando salió, traía su geranio
y se puso a regarlo en la vereda.




Hay un niño en la calle

A esta hora, exactamente,
hay un niño en la calle.

Le digo amor, me digo, recuerdo que yo andaba
con las primeras luces de mi sangre, vendiendo,
una oscura vergüenza,
la historia, el tiempo,
diarios.
Porque es cuando recuerdo también las presidencias,
urgentes abogados, conservadores, asco,
cuando subo a la vida cantando la inocencia,
mi niñez triturada por escasos centavos,
por la cantidad mínima de pagar la estadía
como un vagón de carga
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre,
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla si hay un niño en la calle.

Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate,
transitar sus países de bandidos
y tesoros,
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil ensayar en la tierra
la alegría y el canto,
de otro modo es absurdo
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Dónde andarán los niños que venían conmigo
ganándose la vida por los cuatro costados.
Porque en este camino de lo hostil ferozmente
cayó el Toto de frente con s poquita sangre,
con sus ropas de fe, su dolor a pedazos.
Y ahora necesito saber cuáles sonríen,
mi canción necesita saber si se han salvado,
porque si no es inútil mi juventud de música
y ha de dolerme mucho la primavera este año.

Importan dos maneras de concebir el mundo.
Una, salvarse solo,
arrojar ciegamente los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.

Exactamente ahora, si llueve en las ciudades,
si desciende la niebla como un sapo del aire
y el viento no es ninguna canción en las ventanas,
no debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio.
la niñez arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas, una mala palabra.

Cuando uno anda los pueblos del país
o va en trenes por su geografía de silencio,
la patria
sale a mirar al hombre con los niños desnudos
y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre,
qué historia les concierne,
qué lugar en el mapa,
porque uno Norte adentro y Sur adentro encuentra
la espalda escandalosa de las grandes ciudades
nutriéndose de trigo, vides, cañaverales,
donde el azúcar sube como un junco del aire,
uno encuentra la gente, los jornales escasos,
una sorda tarea de madres con horarios
y padres silenciosos molidos en las fábricas,
y hay días que uno andando de madrugada encuentra
la intemperie dormida con un niño en los brazos.

Y uno recuerda nombres, anécdotas, señores
que en París han bebido
por la antigua belleza de Dios, sobre la balsa
en donde han sorprendido la soledad de frente
y la índole triste del hombre solitario,
en tanto, sus señoras, tienen angustia y cambian
de amantes esta noche, de médico esta tarde,
porque el tedio que llevan ya no cabe en el mundo
y ellos son accionistas de los niños descalzos.

Ellos han olvidado
que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños
que viven en la calle
y multitud de niños
que crecen en la calle.

A esta hora, exactamente,
hay un niño creciendo.

Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula,
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago trunco le cruza la mirada,
porque nadie protege esa vida que crece
y el amor se ha perdido
como un niño en la calle.

Ver y escuchar un video:
http://www.youtube.com/watch?v=3Su3S9YFfOc



Canción de las simples cosas


Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas,
o mismo que un árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas.
Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas,
esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.


Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida,
y entonces comprende como están de ausentes las cosas queridas.
Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.


Demórate aquí, en la luz mayor de este mediodía,
donde encontrarás con el pan al sol la mesa tendida.
Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso,
que el amor es simple, y a las cosas simples las devora el tiempo.


Letra: Armando Tejada Gómez – Música: César Isella



Memoria del grillo


Yo simplemente vine a nutrirme de asombro.
En mi niñez, recuerdo, me anegaba lo bello
como un agua sencilla. Ni siquiera recuerdo
cuándo dolió primero esta sangre que llevo.
No hay una fecha exacta de mi arribo al espanto.
Entraba a los misterios como Juan por su casa
y andaba enloquecido de tanta maravilla.
Todo esto sucedía de manera inocente.
No escuchaba el crujido, las roturas del día
o el dolor de los árboles gastados por el viento.
Simplemente crecía con la simple opulencia
de un fruto en el verano. Ni siquiera sabía
que lo hermoso era hermoso; mi padre inaccesible
con su sombra gigante, mi voz
que no sonaba aún sino por dentro,
el aroma regazo que envolvía a mi madre.
Era como el reverso de la muerte y el grito.
Andaba por la vida húmedo de milagro.

No digo que recuerdo, pero mi país era
casi de un verde siempre. Por donde uno anduviera
lo seguían los árboles. Un canal rumoroso
lo partía en el medio y luego se perdía
por los cañaverales. Mi país era bueno
loco de puro grillo, lleno de sol, maduro,
con sus lentos caballos. El agua madre y greda,
verde de yerba mota  nos lavaba el racimo
 de las uvas moradas.

Jugábamos al río con el Canal crecido,
robábamos duraznos de corazón morado,
hacíamos fogatas altas como nosotros
y esperábamos siempre que sucediera algo.
Allí supe que puede suceder lo increíble
apenas uno quiera penetrar y habitarlo
y sólo estar y estarse padeciendo el misterio,
quietecito, en silencio, sometido al silencio
potente de la sangre.

De esa verde memoria es que conozco el llanto.
Traía un pan enorme. Detrás de mí la tarde
se iba quedando pálida. Entré en el callejón
desenredando un silbo que quería aprender
y que no había caso. Fue cuando abrí la puerta
que el llanto se me vino. La casa estaba llena
de ese clamor extraño. Nadie me vió. Era el grito.
Su primer estallido. Mi madre como un trapo
con el rostro en las manos. Mis hermanos, el perro,
la soledad primera
y el miedo, el lento miedo cavando en la garganta:
de golpe el llanto crudo, su jauría en mi casa.
¡PAPÁ! grité ya herido por el miedo y el grito
y me volví a buscarlo sin saber que lloraba.

Cuando entré al Callejón la tarde ya era vieja.
Yo corría aterrado en busca de mi padre.

Después regresé al llanto, solo como el olvido
y un gran rito de sombra me aguardaba en la casa.



Canción cuando te vas

Las cosas han quedado conmovidas de vos,
tibias de tu rescoldo palpitante.
En el decoro simple de mi casa
perdura aún el orden de tus manos.
Ayer volvió la lluvia. Vino sola
y te estuvo nombrando en la ventana.
A medio sueño anduve entre mis cosas
tropezando en tu aroma a cada paso.

Empecé una canción. No me convence
-le sobran ramas y le faltan pájaros-,
si le pongo más pájaros se vuela
¡y yo me quedo con la rama al aire!
Al aire solo, mientras busco el mapa
de tu geografía cotidiana,
las llanuras de ausencia que te alejan,
la isla de tu cuerpo entre las sábanas
y esa niebla de vos, esa nostalgia
que le empaña la brújula a mi balsa
donde yo intento una canción en ramas
para llenar la soledad de pájaros!

Del libroHistoria de tu ausencia